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Boomerang: Entre mitos y flautas.
Por Julio Fowler

5. El discurso de la indentidad


“No hay pueblo que no se halla creído el pueblo elegido”, dice Jorge Drexler en esa hermosa canción de su disco “Eco”. [1]

Los cubanos y cubanas tampoco se quedan atrás a la hora de mostrar su vanidad y orgullo colectivo; vanidad que, de acuerdo con Iván de la Nuez, forma “el núcleo perverso del nacionalismo”. [2]

Nat Chediak lo deja al descubierto cuando en las palabras introductorias del libro dice acerca de Alain, “No conozco a otro cubano que -expuesto a la música del mundo entero- ame más la de su país natal”. [3] Esa presunción narcisista que apunta siempre a lo que nos distingue de los demás, me hace recurrir a la alegoría platónica de la cueva para intentar ilustrarlo.

Al igual que los reos encadenados del relato, los cubanísimos solo ven la sombra (de su nación y cultura) proyectada en la pared y la convierten en su mundo, en su única realidad y experiencia.

Por eso tal vez el nacionalismo sea también una cuestión de ubicación perceptual, de perspectiva. Ideas así hacen que algunos artistas cubanos fuera de la isla lleven la bandera a cuesta como reforzamiento de su identidad, síntoma quizás de complejo poscolonial, o del excesivo narcisismo que es su lógica respuesta.

Me parece oportuno recordarle a Nat Chediak, cuando parece exaltar la ausencia de permeabilidad musical en un músico como Alain Pérez que, hacia la segunda mitad del siglo XVI, el régimen colonial en la isla agrupaba a los esclavos negros en asociaciones llamadas Cabildos de nación. Eran llamados de nación, puesto que se evitaban las relaciones interétnicas africanas, y cada nación conservaba así su cultura original, sin peligrosas mezclas.

Por fortuna, la mezcla y el sincretismo de lo africano, plural y múltiple en sí, y lo hispánico, igual de plural, es lo que ha hecho posible eso que llamamos música cubana. Hablar de “inconfundible voz propia”, “sin perder la coherencia de su identidad” [4] y cubana, como si fuera su guardián, su protector, es de un fundamentalismo temerario.

Es, como mínimo, no saber que al margen de las modas y los intereses identitarios, al margen de los cánones oficiales de cubanidad, la singularidad de una cultura es imposible fijarla o delimitarla, pues ésta no deja históricamente de desplazarse, ya que no se trata de algo ajeno o separado del sujeto mismo, de su existencia y vivencias.

Normativizarla, conservarla como pretenden algunos, es fabricar un dogma; lo cual es un rito fácticamente posible, pero justo en su canonización radica su muerte. La música de ayer no es la música de hoy, a pesar de ciertas y felices coincidencias.

A contracorriente de ese impulso teleológico y autoritario típico de la tradición política en la isla, una historia y una cultura musical como la cubana no resiste ni se resiste al aislamiento, eso va contra su naturaleza o por lo menos contra esa disposición y apertura a la presencia del otro.

La música, y de esta manera la cultura cubana, estará siempre expuesta a contaminaciones sonoras de todo tipo y de toda índole, ya sea por el carácter multiétnico de esta, como por la tentativa de querer violentar la misma condición insular, de romper esa soledad que la geografía impone en la búsqueda de un diálogo transcultural o un sitio en la modernidad como ha venido ocurriendo.

Le recuerdo a Nat que eso que llama jazz afrocubano es fruto de la diáspora, de la emigración y de un singular encuentro cultural de músicos como Chano Pozo o Mario Bauzá, en el New York de los años 40.

Si el jazz moderno es lo que hoy es, ha sido gracias a ese diálogo transcultural beneficioso para la música misma, gracias a que músicos como Dizzy Gillespie, Charlie Parker, Miles Davis entre otros músicos norteamericanos, se abrieron al sonido eléctrico de las congas y tambores afrocubanos, iniciando así un camino de intercambio mutuo.

No me imagino a músicos de esa envergadura preocupados por la pureza musical de sus raíces, no me los imagino cerrados ante la magia de un lenguaje que les fue forzosamente extirpado de su cultura. [5]

El hecho de nacer en Cuba o “ser cubano” no explica el comportamiento general de sus habitantes, ni los clasifica ni los predice. Se puede haber nacido en Cuba y no tener sentido del ritmo ni de la clave. Se puede haber nacido en Japón y bailar y tocar la música cubana con su mismo sabor y desparpajo.

Que Frank Fernández, Jorge Luis Prats o Víctor Rodríguez no hayan nacido en Polonia, Rusia, Alemania, Austria o Hungría no significa que no puedan interpretar con maestría y virtuosismo a Chopin, Tchaikosvky, Rachmaninov, Bach, Beethoven, Mozart o Lizt; así mismo, el hecho de que el piano sea un instrumento de origen europeo, italiano para más precisión, no quiere decir que los europeos o los italianos lo toquen y manipulen mejor que los demás habitantes del planeta.

El que inventó el revolver no tiene por qué ser el que mejor dispara. El fútbol moderno se creó en Inglaterra, hoy por suerte es patrimonio de todas las culturas del planeta y en tierras del sur latinoamericanas se juega con exquisita destreza técnica e imaginación. Más de lo mismo ocurre con el béisbol o el hip hop, y todos sabemos con qué originalidad y arte se practican en la isla.

Por eso una de las cuestiones que más me sorprende del nacionalismo en el estudio de la música popular en la isla es su incoherencia cuando pretenden dogmatizar lo que no es más que una identidad en continuo movimiento. Su inconsecuencia es otras de las cuestiones que me dejan perplejo de esta ideología.

Por un lado, manifiestan un colosal y desmedido enfado con la Salsa que, al fin y al cabo, como arquetipo musical comparte raíces identitarias con la isla, y sin embargo, por otro existe una extremada complacencia -sin que apenas le dediquen un gramo de enojo y de atención crítica- a aquellos años de “realismo socialista”; aquel período en que el folclor ruso, germano o eslavo hacía furor en los programas del movimiento de artistas aficionados.

Años en que las troicas y mazurcas se paseaban por los escenarios de toda Cuba y las voces de Karel Gott, Bizer Kírov y el rock de grupos como Locomotiv GT, Karat o aquel programa alemán llamado “Ein Kessel Buntes”, invadían la televisión y la radio en los 70.

Ese pintoresco período de intercambio artístico con el extinto campo socialista cuya tradición era aparentemente ajena o incompatible con la insular, no pareció incomodar a los celosos guardianes de la frontera y sin embargo no fue más que una vulgar imposición cultural, decretada, orientada y ejecutada desde el autoritarismo del Estado cubano.

Bajo el mandamiento de una supuesta hermandad socialista la música popular ligera de aquellos países entró y salió de la isla como lo que “el viento se llevó”. Hubiera sido interesante alguna tentativa de experimentación con la música y el folclor de aquellas culturas tan hermanadas en lo político.

Lo penoso de esta incoherencia -que se supone se sostiene en tanto articula una historia teleológica y un discurso sobre lo identitario- es cuando recula y evade la controversia a la hora de explicar el período de aislamiento de la música cubana en la década de los 60.

De repente, el bloqueo de los EU a la isla sobreviene la excusa histórica perfecta, la cortina de humo conveniente para arremeter contra el surgimiento de la Salsa, y así dejar fuera del blanco crítico la nefasta política de la Revolución, que en sus inicios truncó la fructífera dinámica de intercambio y difusión de la música popular cubana que por entonces se estaba gestando en todo el continente.

Pero además, la nueva política revolucionaria no fue ni ha sido capaz de construir una industria de grabaciones lo suficientemente sólida, o por lo menos no a la medida de su nacionalismo, ni a la altura de su inquietante y vertiginosa reserva y demanda.

Las palabras de Radamés Giró en su prólogo a “Panorama de la música popular cubana” no tienen desperdicio en este sentido. En una de sus páginas dice: “Era lógico que hacia la década del 60, por circunstancias que no viene al caso analizar aquí, la música cubana, al quedar “encerrada” en su propio medio y casi sin posibilidad de que se conocieran las nuevas tendencias por las que enrumbaba, fuera el “blanco” natural para que los músicos latinos que vivían en New York y en sus propios países, quizás por el agotamiento latente de la música bailable que se hacía en la que ellos llaman “la capital del mundo”, buscaran “explotar” la que sonaba en Cuba entre los años 40 y 50”. [6] (Las negritas son mías).

Este párrafo no solo es el colmo del narcisismo ideológico, sino un ejemplo de la cobardía intelectual que azota la isla desde hace casi medio siglo. El ataque a la Salsa es la evidencia del narcisismo y la incoherencia de una cultura musical que se ha construido a sí misma a base de asimilar y procesar préstamos e integraciones sucesivas.

La tutela de la tradición en forma de políticas, responde a un esquema de pensamiento metafísico, por naturaleza dogmático, responde a mandamientos casi teológicos que tienden a congelar el movimiento orgánico de la cultura misma.

En Cuba, este nacionalismo cultural ha llegado a los límites mismos del absurdo. Ya fuera burgués o popular, estuvo siempre pendiente de las “penetraciones culturales”; burdamente empecinado en amurallar culturalmente sus fronteras. El absurdo de esta obsesión ideológica, de esta tendencia al rechazo y al hermetismo cultural nos lo describe Jorge Ibarra, al relatar el debate que se produce a partir de la segunda mitad del siglo XIX entre lo que él llama la “cultura de la nación burguesa” y la “cultura nacional popular del pueblo-nación”. [7]

Aquel debate no era más que un conflicto de naturaleza clasista entre visiones ideológicas pugnando por establecer la hegemonía de su discurso cultural. Resulta que por entonces, el nacionalismo cultural burgués se oponía a la penetración cultural norteamericana mientras el nacionalismo cultural popular (depositario, según Ibarra, de la verdad cultural en tanto pueblo-nación) se oponía a la hegemonía del discurso cultural nacional burgués.

Esta breve historia de oposiciones y rechazos en cadena, de nacionalismos culturales que se bifurcan (el burgués y el popular), de “verdades” que se enfrentan, es la demostración del carácter ideológico, ficticio y sectario de esta corriente de pensamiento.

Los nacionalismos (ya sean culturales o políticos) parecen describir órbitas traslaticias ajenas a toda conexión, movimientos rotatorios ensimismados, solipsistas. Son una suerte de autismo colectivo que impide comunicarse y abrirse al Otro, a ignorarlo o negarlo a no ser que la relación posea un interés instrumental.

Creen que la pertenencia es una condición genética, una sustancia, una cuestión dada a priori y no una cuestión de elección; de ahí que crean ciegamente que su singularidad cultural; aquel conjunto de características que la hace peculiar esté instalada en el ADN de su cultura, su territorio y su tribu, sin distinción alguna.

Creen, por ejemplo, que “lo cubano” es una condición del sujeto, una categoría biológica, antropológica y filosófica. Creen vehementemente que es una esencia inmutable de su ser y no una invención histórica, una ficción del imaginario político, un adjetivo, un predicado de aquel.

El nacionalismo, por regla general, solo ve totalidades, cantidades sociales homogéneas, conjuntos monolíticamente integrados y cuantificables: la patria, la nación, el pueblo, las masas, etc.

Por un lado pierde la perspectiva del Otro y por otra parte, es incapaz de ver el carácter único del individuo porque ese yo único y singular no existe, se diluye, pierde su rostro propio en el magma simbólico de los colectivos nacionales donde toda individualidad desaparece.

Lo que este pensamiento pone en peligro es la diversidad, la pluralidad e individualidad del sujeto y en el fondo la misma libertad. Tal vez por eso en psicología, el narcisismo se estudie como una de las tendencias regresivas del ser humano.

Siempre me ha resultado apasionante, extraordinario y a la vez paradójico que uno de los estandartes del nacionalismo cultural -la música- sea la consecuencia de un proceso transcultural, de una maravillosa conjunción étnica que fruto de la emigración, la diáspora, y el exilio, fue construyendo a lo largo del tiempo una de las creaciones colectivas del genio popular insular más trascendente.

En una cultura tan abierta y mestiza como la cubana, no cabe ni tiene sentido la segregación; toda noción de “pureza” encuentra allí su destierro y su tumba. Pensar que para que algo sea musicalmente cubano debe portar en su ADN el cinquillo o en su sonido la conga, el tambor o el bongó es sencillamente una aberración.

Por eso cada vez que mencionan la cuestión identitaria o la cubanía en la música de la isla, solo me basta ejercitar un poco la memoria para no contagiarme de ese virus que, dicho sea de paso, en su obsesión de soberanismo e independencia lo único que ha conseguido es fragmentar y dispersar a los cubanos mismos. Como acierta a decir Edward W. Said “son los gobiernos nacionales, actuando en nombre de la seguridad nacional (y añado: de la soberanía y la independencia) quienes han infringido los derechos de los individuos…”. [8]

La cultura oficial del régimen revolucionario se sustenta justamente en ese absurdo y dogmático modelo identitario; de ahí que Nicolás Guillén sea el poeta nacional y no Carpentier (demasiado afrancesado), Lezama Lima o Eliseo Diego (demasiados católicos y burgueses).

La homogenización del discurso cultural responde siempre a esa estrategia de mitificación propia de los discursos imperiales y hegemónicos, lo mismo ocurre con la idea de Nación. Y es este el lenguaje usado y cristalizado en el mensaje y los comentarios de Nat Chediak a Boomerang. Es decepcionante pensar que un día se fue a Norteamérica quizás para vivir en “democracia”; sin embargo se llevó aquello que de alguna forma lo vincula con el régimen.

Por último, una postrimera reflexión: ¿de qué nos sirve que la canción exprese cubanía o no, de qué vale si esta es portadora de un nuevo sonido o sigue siendo tradicional, si al final no consigue emocionarnos o conmovernos, si al final no logra dibujarnos la risa o arrancarnos el llanto?

Creo que es tiempo de que lo que verdaderamente nos importe sea la Canción, la Música, sin adjetivos ni limites, sin restricciones ni clasificaciones, que lo único que consiguen es prejuiciar, condicionar, entorpecer y dificultar su belleza, su comprensión y goce.

Las conjeturas en torno a ella se vuelven secundarias e insustanciales cuando una canción es capaz de conquistar el corazón de una persona, o remueve su conciencia en cualquier lugar del universo, en cualquier rincón del tiempo.

No la confinemos al estrecho habitáculo de las definiciones, si sabemos que el mejor de sus atributos es hacernos más placentera y valiosa la vida, acompañarnos en su viaje, ayudarnos a soportar sus dramas y obstáculos.

Dejemos pues que sea la Canción quien ocupe su justo lugar entre la gente, entre nosotros, que permanezca para darle un poco de sentido y sosiego a la existencia.

Julio Fowler, Madrid, abril de 2006.



[1] Milonga del Moro Judío. Track 6. CD Eco.

[2] El destierro de Calíban. Pág 143. Revista Encuentro de la Cultura Cubana Nº 4. 1997.

[3] Palabras de Introducción a Boomerang. CD

[4] Ibídem.

[5] En el jazz, ha ocurrido una singular transculturación debido al “permanente contrapunto y conflicto de los elementos de cultura blanca y negra que lo configuran”. Como bien argumenta Fabio B. Álvarez en su texto: Cuba: una identidad en movimiento.

[6] Radamés Giró. Introducción a Panorama de la música popular cubana. Pág. 7. Editorial Letras Cubanas.

[7] La Música cubana: de lo folklórico y lo criollo. Pág. 19. Panorama de la Música Popular Cubana. Editorial Letras Cubanas. Esa postura fundamentalista de la penetración es la misma que durante años acusó al feeling de “extranjerizante, comercial, enajenante”, como bien afirma Dora Ileana Torres en su texto “Apuntes sobre el feeling” Pág. 313 (ibídem).

[8] E. W. Said. Reflexiones sobre el exilio. Nacionalismo, derechos humanos e interpretación. Editorial Debate. Pág. 403.

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