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Boomerang: Entre mitos y flautas.
Por Julio Fowler.


Para L. Wittgestein, la misión de la
filosofía no era sino la de la lucha
contra el “embrujamiento” de nuestra
inteligencia por el lenguaje”

1. Entre mitos y flautas.

Si algo caracteriza la era posmoderna -atascada en esa falsa dicotomía entre civilización y barbarie, Oriente/Occidente- es ese corpus de contradicciones y paradojas culturales que se manifiestan sobre todo si la contemplamos de cara al mito.

Como acierta a plantear Gabriel Cocimani: “La era posmoderna, pese a asistir a la decadencia de las certezas y cuestionar los sistemas de creencias de la modernidad -razón, progreso, revolución-, se ha convertido en una etapa pródiga en la generación de mitos…” [1]

El tiempo paradigmático de las “utopías” y de la lucha de clases de la sociedad industrial ha dado paso a la hegemonía de los mass media, el marketing y la publicidad de la era post-industrial, de la sociedad de la información[2], generando con ella la aparición de un nuevo sujeto a escala global: el consumidor, reafirmándose así el triunfo de la lógica mercantil capitalista.

El derrumbe de la burocracia estalinista en la Unión Soviética y el este de Europa, la caída del muro de Berlín, la acelerada transición de alguno de estos países hacia una economía de mercado y la democracia, el resurgir de los nacionalismos, entre otros acontecimientos, corroboran la supremacía de este espíritu.

Que la figura del Che Guevara, por ejemplo, de arquetipo de “justicia social” haya devenido un negocio, un fetiche de consumo rentable hasta para la misma izquierda, es tan solo uno de esos síntomas concurrentes que confirman el fin de los grandes relatos y el tránsito a un “sombrío” tiempo donde lo único que parece cohesionar socialmente al sujeto es el Mercado.

Ese juego de reciclaje de la simbología moderna es tal vez un rasgo visible de la precariedad del pensamiento posmoderno, la expresión quizás de su desconcierto. Sin metarrelatos de legitimación, sin referentes utópicos y éticos creíbles en el horizonte, incapaz de vislumbrarlos acertadamente, la posmodernidad se asfixia en las cenizas de su propia epistemología o en una ceguera que le hace continuar postergando o marginando el proyecto humanista, cuyo rescate definitivo reclama a gritos la propia supervivencia de la especie.

De ahí que, como bien aciertan a explicar Luis Alarcón e Irey Gómez, esta no sea más que un subproducto de la modernidad dominante[3], de ahí que ese ámbito de tensiones que la identifican la conviertan en una época de entidades y seres póstumos en la que ya “no hay a donde volver los ojos” [4], una época donde el desencanto se prolonga, el fetichismo mercantil y la cosificación invaden la vida cotidiana y el radicalismo religioso encuentra el terreno abonado para su más virulento retorno.

Vivimos pues en una civilización que además de hundir sus raíces y memoria en un tiempo mítico, tampoco puede prescindir de esa lógica imaginaria instalada perpetuamente en la psiquis humana y aunque el mito, como bien explica Cocimani, ha sido despojado ya de sus sagradas funciones; en las sociedades laicas y modernas asistimos a una nueva escritura, a una nueva puesta en escena del mito en tanto recurso e instrumento por excelencia del ámbito mediático y publicitario.

Desde la contribución de Roland Barthes a su estudio, si algo queda claro es que, en este nuevo escenario social el mito tiene tanto de fabulación como de función ideologizante y legitimadora de estrategias hegemónicas.

En “Mitologías”, a Barthes le interesaba explicar ese tránsito por el que el mito pasa -según su lectura- de lo semiológico a lo ideológico señalando que todas las mitologías de la sociedad de consumo se construyen desde las élites poderosas para convertir lo histórico en natural, en una representación “despolitizada”, aceptada por el sentido común; procedimiento gracias al cual “la burguesía convierte su cultura histórica de clase en cultura universal”. [5]

La táctica sistemática de la fabulación, la simplificación, la exageración o la distorsión son hábiles recursos de una práctica que busca disponer selectivamente de la memoria y de la historia, sobredeterminar su dinámica, prefigurar sus rasgos e influir en sus posibilidades y devenir como se pudo constatar en la trama del filme de Barry Levinson “Cortina de Humo” (Wag the Dog) y esa eficaz e íntima asociación entre poder mediático y político que desarrolla.

Siguiendo esta lógica, la realidad no es más que una proyección subjetiva, un campo de dinámicas simbólicas, el ámbito de representación de la conciencia, de sus actos de habla, relatos y discursos que pugnan por legitimarse en una carrera por dominar mercados, territorios y almas.

Se trata pues del lenguaje -en todas sus variantes- al servicio de una lógica de dominación que altera y vuelve del revés esa realidad, cancelando así cualquier distinción entre lo verdadero y lo falso.

Estos efectos son perceptibles en los mensajes publicitarios donde se hace evidente la fuerza de la ideología para imponer -desde la efectividad del mito- [6] visiones del mundo a través de mitologías que ocultan la existencia de realidades simbólicas periféricas o subalternas que quedan fuera del campo simbólico hegemónico.

Con la industria cultural, el entertainment, el ocio y en particular la industria musical, pasa más de lo mismo. En esa ya tradicional alianza entre capital y marketing, sabemos que esta industria no solo crea gustos, tendencias, arquetipos y cánones estético-musicales, sino además es capaz de manipularlos.

Lo que en ese ámbito se conoce como mainstream no es más que la manifestación de esa lógica del triunfo, la hábil y poderosa construcción de una élite de artistas y una estética estandarizada (la cultura Pop) que, gracias al imperativo del capital, el marketing (con su monumental diseño publicitario) y los medios de comunicación, pueden ser distribuidos y comercializados de manera global, incluso en los mercados nacionales más herméticos, imponiéndose tanto en volumen de ventas como en popularidad.

Elvis Presley, Beatles, Michael Jackson, por solo citar algunos ejemplos de esta cultura de masas globalizada, forman parte de ese panteón de íconos y mitos de la posmodernidad, célebres mundialmente además de por sus cualidades musicales, por el impulso hegemónico y etnocéntrico de una cultura que mediante la expansión de sus fetiches y símbolos legitima su particular conciencia del mundo, sus fórmulas de beneficio y poder.

Y así, entre mitos y flautas, entre hechiceros políticos y fabuladores del marketing, en ese impulso a la ficción y la hipnosis, se instalan también algunos mensajes, imágenes y declaraciones que acompañan la última producción discográfica de Habana Abierta.

Es justo ese componente ilusorio e ideológico del mito descrito por Barthes y su relación con la industria cultural lo que ha motivado mi interés en este CD producido por Nat Chediak que sale con el sello Calle 54 Records y EMI.

Tal vez por ser su disco más promocionado y mediático, mi interés no concierne a la propuesta musical de modo preeminente (que desde luego me resulta interesante y tal vez la grabación técnicamente más lograda de esta agrupación), sino en particular al interés que me suscitan algunos anuncios y lemas que cortejan, digamos, su estrategia publicitaria.

Es cierto que en cada aventura discográfica Nat nos regala propuestas realmente inquietantes, sorprendentes, de una exquisitez plausible. Su contribución al retorno de Bebo a un sitio del que nunca debió ausentarse, los dos discos que ha producido con este genial pianista; “Lágrimas Negras” y Bebo Valdés trío “El Arte del sabor” (con Cachao y Patato Valdés), son verdaderos regalos que sin duda alguna ponen a prueba su acierto y talento como productor.

Creo sinceramente que Boomerang es otro de sus aciertos, independientemente de lo discutible que sea la selección de las canciones y de la puesta en escena del sonido, algo que sabemos exclusivamente aquellos que conocemos a Habana Abierta y sus producciones anteriores.

Sin embargo, el comprensible entusiasmo y la fascinación de Nat por esta agrupación, en mi opinión, le han llevado al más absoluto delirio, extraviándose al exponer sus argumentos en las palabras introductorias al disco.

Entre el suntuoso y grandilocuente lema más el trasnochado discurso de la identidad tropezamos con ese sofisticado tufillo ideológico propio de la más mediocre publicidad; es decir, su mensaje ni fabula ni seduce, sino que exagera y miente, convirtiendo su estrategia en pura retórica y demagogia; en este caso, contraproducente e innecesaria a la promoción del disco.

Ya conocemos del potencial efecto seductor de las palabras y de la publicidad para generar expectativa y demanda; sabemos además de esa tendencia patológica del mercado por clasificar y etiquetar cada producto, gesto típico de una cultura instalada en el logo; sin embargo, creo que lo que menos precisa Habana Abierta para vender su música, y este CD en particular, es de semejante divagación que, junto a su rentabilidad económica, busca también su mitificación. [7]

Una vez tenemos el disco en nuestras manos y hojeamos las páginas del digipack, encontramos enunciados como estos: “El nuevo sonido de la música cubana”, “la voz de una nueva generación”. Aquí el ilusionismo de Nat es elocuente y desmedido. La pretensión de convertir a Habana Abierta en propietario o depositario de un “nuevo sonido” y la pretensión de ver en ellos “la voz de una generación”, es excluyente, transita quizás la misma cuerda floja por la que se balancea buena parte del pensamiento musical institucional, acostumbrado a marginar la presencia del Rock o a descartar de su memoria a aquellos artistas “malditos”, que no comparten el mismo signo ideológico del régimen, disienten o no son políticamente correctos. [8]

La historia es más pródiga por lo que oculta que por lo que relata. El hecho de que Celia Cruz, Olga Guillot, La Lupe, Juanito Márquez, Meme Solís, Lucrecia o Albita Rodríguez, por citar tan solo algunos ejemplos, sean excluidos frecuentemente del relato oficial, es síntoma de la innegable ideologización del pensamiento musical en la isla; un pensamiento domesticado que, en su énfasis por lo nacional y lo popular, se ha caracterizado además por este triste déficit y su ostensible inconsecuencia. [9]

(Primera de las cinco partes que conforman este ensayo. Las siguientes irán apareciendo próximamente.)

[1] Mitos de la Posmodernidad. Gabriel Cocimani. Revista Comunicación. Volumen 13, año 25, Nº 2. Agosto-Diciembre 2004 (pp. 35-46)

[2] No deja de ser sintomático el hecho de que la era de mayor volumen de información sea al mismo tiempo la de mayor desinformación y manipulación mediática conocida. Ver artículo del escritor Jordi Soler: El País, domingo 2 de abril de 2006 titulado “La desinformación”, donde el escritor relata la desasosegante historia de Christian Bailey y su proyecto-negocio de comunicación, los Psy Ops (operaciones psicológicas), el Club de la prensa de Bagdad (que está dedicado a escribir artículos, reportajes y noticias, que favorezcan la “labor” que los E.U., por medio de su ejercito, realiza en Irak, las positive stories, etc., etc.).

[3] La posmodernidad como subproducto de la modernidad dominante. Luis Alarcón e Irey Gómez. Avizora Publicaciones. Ciencias Sociales.

[4] Octavio Paz. “El Laberinto de la soledad”. Editorial Letras Hispánicas.

[5] Roland Barthes La Aventura semiológica” Paidós. Pág 11. Barthes en “Mitología”, define el mito como “un habla despolitizada”; siguiendo esta lógica se puede afirmar también que los mitos sobre los que intenta sostenerse el poder cubano (sin llegar a ser un modelo típico de sociedad de consumo) se articulan sobre esta premisa. Ver “El peso del olvido”. El Arte de la espera. Rafael Rojas. Edit. Colibrí.

[6] Una efectividad que como bien explica Barthes: “consigue abolir la complejidad de los actos humanos, les otorga la simplicidad de las esencias, suprime la dialéctica, cualquier superación que vaya más allá de lo visible inmediato, organiza un mundo sin contradicciones puesto que no tiene profundidad, un mundo desplegado en la evidencia, funda una claridad feliz: las cosas parecen significar por sí mismas”. “Mitologías”. Pág 239. Siglo Veintiuno Editores, Argentina.

[7] La industria musical funciona de tan mágica, asombrosa y controvertida manera que lo mismo se saca del sombrero a Enrique Iglesias, que resucita del olvido a todo un grupo de talentosos septuagenarios conocidos como Buena Vista Social Club. El “discreto encanto” del capital y el marketing permite que la industria musical, (por muy independiente y cultural que se vista), se invente lo mismo a una Jennifer López que un dueto como el de Bebo Valdés y El Cigala, consiguiendo casi parecido éxito comercial. Nat y Trueba se montan al mismo carro, se apuntan a la estela que dejaron Ry Cooder y Nick Gold en la música cubana; una especie de “mecenazgo cultural” que interviene en la comercialización del arrinconado y añejo patrimonio musical de una isla que durante los últimos 50 años se ha dedicado más a exportar su Revolución que a divulgar a sus viejas glorias y leyendas.

[8] La historia de la revolución cubana es pródiga en exclusiones y marginaciones, en episodios de censura política y cultural. La marginación del rock (uno de esos capítulos) es comprensible (no justificable) en la medida en que plantea un problema de tipo ideológico a un imaginario político caracterizado por la resistencia colonial e imperial y con “conciencia de su singularidad e identidad”. Para el nacionalismo político insular, el rock va a ser leído en clave anticolonial, anti-imperial, es decir, como el lenguaje del Otro hegemónico y enemigo, amenazante de las formas culturales autóctonas y singulares, por lo que su asimilación, va a ser interpretada como una imposición cultural o como una debilidad política; de ahí esa actitud de resistencia y rechazo, de prohibición y censura estatal.

[9] Posiblemente Joaquín B. Triana y Humberto Manduley sean de los pocos historiadores que han conseguido sistematizar sin exclusiones (su campo de examen y estudio es precisamente el discurso musical de los excluidos por la óptica oficial) y mantener a flote la memoria musical, sobre todo de los 80 en adelante.


Comentarios

Irey Gómez ha dicho que…
Me gustò tu trabajo acerca de la posmodernidad y tambièn me alegra que mi publicaciòn con el sociòlogo Luis Alarcòn te haya servido de referencia. Saludos desde Venezuela

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